Luca Giordano gozó en vida, tanto en Italia como en España, de gran popularidad que, a su muerte, cayó precipitadamente arrastrada por dos prejuicios que se han mantenido hasta fechas recientes. El primero fue el de su rapidez de ejecución y como consecuencia su superficialidad, que siempre le reprocharon los partidarios de la estética greco-romana. Por otra parte, su sorprendente capacidad para imitar el estilo de otros artistas le relegó a la condición de copista de pintores célebres. La monografía de Oreste Ferrari y Giuseppe Scavizzi, publicada por primera vez en 1966, supuso la definitiva recuperación de este artista, al que se le reconoce hoy una fecundísima imaginación y capacidad creativa. Sus primeros biógrafos afirman que se formó en el entorno de Ribera, cuyo estilo imitó en un primer momento. Pronto realizó un decisivo viaje a Roma y Venecia, donde estudió sobre todo a Veronés, cuya influencia se percibe en su trayectoria posterior. En la maduración de su estilo también influyeron poderosamente otros artistas como Mattia Preti, Rubens, Bernini y, sobre todo, Pietro da Cortona, cuyos tipos físicos inspiraron los de Giordano. Durante los últimos años de la década de 1670 comenzó sus grandes decoraciones murales (Montecassino, 1677-1678, destruido, y San Gregorio Armeno, Nápoles, 1679), a las que siguió, a partir de 1682, la cúpula de la capilla Corsini en la iglesia del Carmen (Florencia) y, más importante, las de la galería y la biblioteca del Palacio Médici Ricardi (Florencia). En 1692 fue llamado a Madrid para llevar a cabo las grandes decoraciones murales del Monasterio de El Escorial, tanto en la escalera como en las bóvedas de la basílica, donde trabajó entre 1692 y 1694. La primera constituye su obra más esmerada, cuyo proceso siguió muy de cerca el propio monarca, Carlos II, donde combinó escenas históricas y alegorías, con personajes reales (los propios monarcas), en una composición que rebosa imaginación y que puso en evidencia ante los españoles su asombroso dominio de la técnica del fresco. A esta obra siguió otra de menor envergadura, aunque de gran importancia. Se trata del despacho y el dormitorio (destruido) del monarca en el Palacio Real de Aranjuez, decorados íntegramente por este artista: al fresco la bóveda y con cuadros al óleo sus paredes. En el despacho representó de nuevo al monarca, aunque en este caso lo hizo con una original iconografía en la que Carlos II aparece representado como nuevo Jano, garante de la paz y previsor del porvenir. Los cuadros que adornaron este ámbito completaban el mensaje político de la bóveda, dedicado todo ello a exaltar las virtudes de Carlos II como gobernante de la Monarquía hispánica. A este conjunto siguió el del Casón del Buen Retiro (h. 1697); la sacristía de la catedral de Toledo (1698); la decoración de la real capilla del Alcázar (destruido); y San Antonio de los Portugueses (1699), donde Giordano representó ocho escenas de la vida de san Antonio de Padua pintadas sobre tapices fingidos, que permiten imaginar el efecto que debían producir los perdidos Trabajos de Hércules del Casón, representados igualmente sobre tapices fingidos. La llegada de Felipe V en 1701 y el inicio de la Guerra de Sucesión provocó el fin de los encargos reales y, en definitiva, la vuelta de Giordano a Nápoles en 1702, aunque el artista continuó enviando abundantes pinturas a España. Allí murió en 1705 dejando una obra ingente y una considerable fortuna .
FUENTE: Museo del Prado
Ribera es, cronológicamente, el primero de los grandes maestros españoles que surgieron en las décadas centrales del siglo XVII. Los comienzos de su educación artística son todavía objeto de conjetura, pero hay constancia de su presencia en Parma en 1611, cuando tenía veinte años. Cuatro años más tarde se encuentra en Roma, en una colonia de pintores extranjeros y llevando quizá una vida bohemia: se cuenta que abandonó la ciudad para escapar de sus acreedores. Para 1616 estaba en Nápoles, donde se casó con la hija de Bernardino Azzolino, un importante pintor local de reconocido prestigio. El reino de Nápoles estaba entonces bajo el dominio de España, y Ribera vivió en su capital por el resto de su vida. Además de tener importantes clientes de Roma y otras ciudades aparte de Nápoles, el joven pintor fue pronto descubierto por el virrey español, el duque de Osuna. Por mediación del duque y de todos los virreyes siguientes (el duque de Alcalá, el conde de Monterrey y el duque de Medina de las Torres), su obra entró a España, y en particular a la colección real.
De hecho, Felipe IV llegó a poseer más pinturas de Ribera que de ningún otro artista español (alrededor de cien, distribuidas entre El Escorial y el Palacio Real). A pesar de la influencia que ejerció Ribera sobre los pintores españoles, los críticos e historiadores del arte estiman que su estilo, tipos y temas son marcadamente extranjeros. Ribera adoptó una forma extrema del naturalismo de Caravaggio, que se manifiesta en su uso de fuertes contrastes de luz y sombra y en su galería de personajes toscos presentados con crudo realismo, pero también absorbió rasgos de otros lenguajes artísticos de la época tales como el clasicismo boloñés y el color romano. Tal diversidad de medios expresivos fue única entre sus contemporáneos españoles. Además de los temas religiosos, Ribera cultivó otros géneros que no tenían paralelo en España, tales como sus series de mendigos y de filósofos de la Antigüedad, o escenas inspiradas en la mitología clásica, que debe haber conocido a fondo. También fue dibujante prolífico y experto grabador, ocupaciones poco comunes entre los artistas españoles de ese período.
FUENTE: Museo del Prado
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